domingo, 26 de octubre de 2014

VIDA, PASIÓN Y MUERTE DE F. GARCíA LORCA

Durante las últimas semanas he estado inmerso en la lectura del libro VIDA, PASIÓN Y MUERTE de F. GARCÍA LORCA, escrito por el estudioso Ian Gibson. El libro recorre toda la vida de Lorca, desde sus incios infantiles en Fuentevaqueros y Valderrubio (antiguamente llamado Asquerosa), su paso por "El Rinconcillo" de Granada, su estancia en la Residencia de Estudiantes de Madrid donde se consagra como poeta, su viaje a Nueva York y a Buenos Aires (ya como reconocido dramaturgo) y su fusilamiento en el Barranco de Víznar. Un libro que descifra muchísimas de las claves de la obra lorquiana, de la gestión de sus libros de poemas y de teatro, de la lucha interna por su condición homosexual, de sus relaciones humana, culturales y políticas...


Hace pocas semanas estuve visitando las casas de Fuentevaqueros y Valderrubio en la vega granadina y tuve la oportunidad de hacerme una idea clara y fidedigna (pese a los años transcurridos) del ambiente y el paisaje que nutre la poesía y la obra de García Lorca. Toda su obra se basa, principalmente, de los años vividos en esos ambientes y parajes, de los personajes peculiares que los habitaron, del rumor de las aguas y del viento en las choperas...

(José Luis García Herrera en la habitación de García Lorca en Valderrubio)

Uno de los capítulos que siempre más me ha impresionado de los últimos días de Lorca en Granada, ha sido el de su traslado desde la Huerta de San Vicente (donde vivía con su familia) a la casa del poeta Luis Rosales. ¿Qué miedos, qué sentimientos, qué presagios, habitarían el alma de Lorca en aquel preciso instante en el que abandonaba el hogar familiar para refugiarse en el hogar falangista de los Rosales? Eran momentos de terror y de incertidumbre, de adioses, en todos los sentidos. Hace algunos años escribí este poema, recogido en mi libro La huella escrita. Aquí os lo dejo, como humilde homenaje a uno de los mejores poetas en lengua castellana.

                                           GRANADA,
                                 12 de agosto de 1936

                                 No tuviste tu muerte, la que a ti te tocaba.
                                                                     Rafael Alberti

Una luna huérfana de ayer, enlutada,
trae una noche callada de áspera espera,
de rota esperanza en la ciudad desierta,
de miedos ocultos bajo la ciudad en guerra,
de ecos sin huellas, de gélida ausencia.
Un coche negro avanza entre las sombras
de las calles estrechas, sin señas ni luces
que delaten su presencia, su espíritu firme
de eterno fantasma con perfil clandestino
atravesando el cruce del dolor y del olvido.

Desde la calle de las Tablas se escucha
el hablar quedo de quienes se acercan
esquivando las cadenas del óxido y el calambre
que despliegan las sultanas del miedo.
En esta noche callada todos los sueños
poseen frío de caverna y de caballos muertos.
En esta noche se fragua el lamento
de un crimen que rompe la cruz del silencio.
A la hora más cruda que impone el exilio
un coche –caballo salvador, taxi clandestino- frena
frente al número uno de la calle Angulo.
  
El rumor de unos pasos rebela una huida
y el crujido de una puerta cuando se abre
-pasadizo de esperanza tejido entre cales-
confirma la seguridad afable que transmite,
más allá del patio, el silencio de los rosales.
En el segundo piso de la noble casa,
después de los abrazos, de las breves frases
que desean borrar el humo del desaliento,
se extienden -sobre cama de acero
y sábanas blancas- las escasas pertenencias
que visten de condena las últimas horas
del último viaje a través de la tierra.
En esta noche de voces remotas
la esperanza muestra unas alas muy cortas.
Un hombre de tez morena y sonrisa abierta
esconde una pena honda en el alma
mientras recita versos graves de agua negra
y le desea, con el adiós escrito en la mirada,
una feliz noche a su divina carcelera.