La semana pasada recibí una plaquette de Jordi Doce publicada por la Asociación de Escritores Extremeños dentro de la colección Aula Literaria Jesús Delgado Valhondo. Posiblemente, a nadie que me conozca se le escapa mi admiración por la obra poética y profesional de Jordi Doce. Un poeta excelente, un referente esencial de mi generación y un traductor de poesía anglosajona de gran prestigio. Jordi Doce (Gijón, 1967) ofrece en esta plaquette poemas de sus anteriores libros (Diálogo en la sombra, Lección de permanencia, Bestiario del nómada y Gran angular) y un buen nutrido grupo de poemas inéditos que permiten, a los que admiramos su obra, disfrutar de nuevas lecturas y comprobar las nuevas líneas de futuras propuestas y libros. Aprovecho esta oportunidad para proponeros la lectura de dos poemas de Jordi. Imagino que la cercanía a su poesía (y a su amistad, en consecuencia) viene determinada porque su poesía posee un componente visual muy importante. Las imágenes (la vida que traza su senda por calles, mares o valles) configuran un cosmos personal donde los cuerpos despiertan a los sentidos y dan sentido a lo que acontece. Desde una visión actual, contemporánea; con un preciso dominio del lenguaje y del tempo poético; a través del reflejo de un instante que condensa la proporción de un todo. Poesía que reflexiona en movimiento, al ritmo del verso que camina nuestro mismo viaje.
SUCESO
No estábamos allí cuando ocurrió.
Íbamos de camino a otra ciudad,
otra vida,
bajo un cielo cambiante que se movía con nosotros.
Cruzamos campos verdes, amarillos,
pueblos de gente suspicaz y cuervos impasibles,
y ni una vez echamos a faltar nuestra casa
o sentimos nostalgia del pasado.
Así era el viaje:
por la noche silencio,
a la mañana niebla.
Una vez encontré un botón de hojalata en el bolsillo
y jugué a sostenerlo bajo el sol,
arrojando destellos a las altas espigas.
Luego fue una moneda usada
y tuvimos el paso franco en todos los controles.
Las llanuras de Europa son testigo.
Ellas saben también que algo ocurrió,
aunque nunca lo viéramos.
Íbamos de camino a otro país,
otra vida,
sin bultos estridentes,
sin espacio para el recuerdo.
Todo cedía a nuestra espalda,
ahora silencio y luego niebla.
WEATHER REPORT
Ésta es la calma que ha ganado a duras penas. Alguien habla por teléfono mientras abre las hojas del balcón y mira de reojo la calle, el ir y venir de la gente bajo las acacias, el cielo pizarroso que comienza a encresparse. Se oyen voces de niños, coches que pasan con lentitud, una canción que tararea mentalmente y le ayuda a encadenar los gestos, a darles fluidez en el agua seca y polvorienta del verano. Repite frases consabidas, monosílabos que apaciguan igual que un molinillo de oraciones. De pronto, un golpe de viento cierra la puerta del despacho y unos folios caen al suelo. Sin dejar de hablar, se acerca a recogerlos y siente el frescor repentino del aire, el barrunto que aviva las hojas y pone un grumo de escarcha en la piel. Como si algo cobrara sentido en ese instante. Como si algo sucediera más acá de la tormenta o su inminencia. Pero no es nada, sólo la calma que vibra con astucia entre el rayo y el estallido, la calma que se ovilla bajo sus párpados lo mismo que un insomnio, este alambre de calma que le inquiere y le aquilata y es algo muy suyo que vuelve a conocer, que desnuda su carne bajo la sombra eléctrica.
Jordi Doce
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