El pasado miércoles, día 27, por la mañana, viajaba en AVE de Barcelona a Madrid. Por la ventanilla del vagón iba contemplando el paisaje (después de haber dejado atrás la espesa niebla de los campos de Lleida) y, a la limón, iba leyendo la biografía de Miguel Hernández escrita por José Luis Ferris. He de decir que la relectura de este libro se debe a que estoy preparando un recital en homenaje al centenario del poeta de Orihuela. Cuando el tren ya se estaba acercando a la ciudad Madrid entré de lleno en el capítulo que habla de la escuela de Vallecas, de aquella escuela de pintores que revolucionó la visión estética del arte en aquellos años treinta, en plena República. Aquellos años fueron, sin duda, una explosión de libertad, un torrente de creatividad sin parangón, una continua fiesta para los sentidos. Fueron años convulsos, sí, pero también años donde la vida se vivía con absoluta pasión y frenesí. Así, al menos, en aquel Madrid que conoció Miguel Hernández. Profunda fue la huella que dejarían Neruda, Aleixandre y Rosales, entre otros; e igual de profunda fue la huella dejada por Benjamín Palencia, Alberto Sánchez, Luis Felipe Vivanco y, especialmente, Maruja Mallo, con quien Miguel Hernández vive una apasionada relación amorosa, siendo especialmente recordada su escapada por los trigales de Morata de Tajuña.
Posiblemente los campos que voy dejando atrás, en mi camino por las vías hacia Madrid, no sean los campos que recorrió Miguel motivado por las experiencias y la visión del arte que promulgaban los artistas de la escuela de Vallecas, pero la coincidencia de la lectura me lleva a imaginármelo caminando por los campos cercanos, disfrutando de los colores de la naturaleza, de los trinos de los pájaros, del olor de las plantas...
Menciona José Luis Ferris que los cuatro sonetos de Imagen de tu huella fueron escritos por el deslumbramiento y vitalismo que supuso el inicio de su relación afectiva con la pintora gallega. De esos cuatro sonetos, el tercero es el que me parece más definitivo para comprender el alcance de esa relación. Especialmente, de la relación de un Miguel Hernández que tenía novia en Orihuela, su pueblo; que no había mantenido relaciones sexuales anteriormente y que había roto el yugo de unas creencias tradicionales a favor de la corriente liberal de una mujer independiente y desinhibida.
III
Ya se desembaraza y se desmembra
el angélico lirio de la cumbre,
y al desembarazarse da un relumbre
de un puro relámpago de siembra.
Es el tiempo del macho y de la hembra,
y una necesidad, no una costumbre,
besar, amar en medio de esta lumbre
que el destino decide de la siembra.
Toda la creación busca pareja:
se persiguen los picos y los huesos,
hacen la vida par todas las cosas.
En una soledad impar que aqueja,
yo entre esquilas sonantes como besos
y corderas atentas como esposas.
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