lunes, 8 de febrero de 2010

1936

Una molesta faringitis me ha tenido enclaustrado en este día de frío y lluvia. Malestar de garganta y melancolía. Me he refugiado en la lectura de dos libros que tienen muchos aspectos en común: la poesía, un final trágico y la guerra civil. He estado leyendo (y seguiré en los próximos días) la biografía de Miguel Hernández realizada por José Luis Ferris, posiblemente la mejor biografía que se haya escrito sobre el poeta de Orihuela y Lorca, el último paseo de Gabriel Pozo, un documento sobrecogedor sobre los últimos día de Federico García Lorca y la Granada anterior y posterior a la guerra civil. Ambos libros encuentran punto de unión en aquel Madrid prebélico que desembocaría en una guerra fratricida y 1936 sería para ambos (aunque por distintos motivos) un año determinante en sus vidas. Pero más allá de vencedores y vencidos, más allá de cualquier ideología, más allá de un pasado que debería servir para no caer en los mismos errores, me duele constatar, tras la lectura de ambos libros, como una generación de escritores geniales (hablamos del 98 y del 27) desaparecía bajo el dictado de las balas o se dispersaba por los entramados incurables del exilio. Es cierto que no todos los escritores, los artistas, marcharon durante la guerra. Hubo quienes tomaron partido en el bando ganador y no se vieron obligados a romper con la tradición literaria, pero la fractura ya estaba hecha y aquel período de esplendor vivido en la primera mitad de los años treinta no volvió a reeditarse. Leo, pues, con honda tristeza ambos libros. La historia no puede cambiarse y los hechos están ahí. La guerra (y el odio, y las rencillas, y la intransigencia) puso fin a la vida de Lorca y Miguel Hernández entró en lucha para caer en los calabozos del fin. No deseo juzgar, ni juzgo. Como ya he dicho es Historia, hechos acaecidos que nadie puede mover. Pero ello no evita que, al leerlos, me invada cierta tristeza honda: pena por lo que ocurrió, por lo que no pude ser.

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